Eran las cinco en punto de la tarde. La plaza de Vistalegre, un moderno coso cubierto, novedoso invento para alargar las temporadas taurinas, filtro contra el sol implacable de los veranos y de los fríos polares de los eneros del cambio climático, había colgado el cartel de no hay billetes. También había colgado el cartel de prohibido fumar, pues, una vez cubierto, se consideraba un local cerrado.
Salió el primer toro, y los buenos aficionados sacaron instintivamente del bolsillo, donde antes guardaban sus puros habanos, unas enormes bolsas de pipas de girasol. La plaza fue pronto un murmullo nervioso de crujido de cáscaras, mientras en la arena el toro se desangraba por las heridas abiertas a puyazos y banderillas. Alguien no pudo contenerse y encendió un puro inmenso.
Cuando el torero dio muerte al animal, inexplicablemente la policía se llevó detenido al del puro y no al torero.
Salió el primer toro, y los buenos aficionados sacaron instintivamente del bolsillo, donde antes guardaban sus puros habanos, unas enormes bolsas de pipas de girasol. La plaza fue pronto un murmullo nervioso de crujido de cáscaras, mientras en la arena el toro se desangraba por las heridas abiertas a puyazos y banderillas. Alguien no pudo contenerse y encendió un puro inmenso.
Cuando el torero dio muerte al animal, inexplicablemente la policía se llevó detenido al del puro y no al torero.
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